El momento kryptonita
Corría el año ochenta y
algo (lo de “corría” es un decir, ya que por aquel entonces, el tiempo parecía
caminar a la pata coja… ¿qué habrá sido de aquellos larguísimos veranos?). Era
la época en la que solíamos invertir muchas horas del fin de semana comiendo
pipas en los oxidados bancos de la avenida o chupando regaliz en el cine los domingos
por la tarde, viendo a los Gremlins, Karate Kid o Regreso al futuro.
A mí me gustaba un chico
(bueno, me gustaban varios…pero éste era uno de mis favoritos). Era algo mayor
que yo. Se llamaba Agustín y tenía un Vespino blanco….y un par de ojos verdes).
Como yo tenía unos 12 años y pocas conexiones neurológicas todavía, no
ejercitaba mucho la prudencia a la hora de hablar de mis amores platónicos. Vamos
que….el chico se enteró y una tarde calurosa de domingo se plantó delante de mí
en plena calle con su Vespino blanco y sus ojos verdes y tuvo la osadía de
decirme: “¡Hola! ¿Qué tal?”.
Recuerdo que le daba el sol en los ojos que
pasaron de verde normal a kryptonita…y el Vespino blanco se convirtió en un
corcel galopando por el bosque. Aquella “experiencia religiosa” me provocó un
bloqueo en mi inmaduro lóbulo frontal y lo único que supe hacer fue salir
pitando de aquel escenario que me estaba matando de éxito. Sí, eche a correr
como una yegua desbocada. Corrí por aquella de repente interminable avenida con
los cachetes encendidos de rojo vergüenza.
Me había imaginado mil escenas
románticas con nosotros dos como personajes protagonistas…pero daba por hecho
que jamás se harían realidad…todavía no había leído nada sobre el poder del
pensamiento…no sabía nada de física cuántica, pero resultó que, en el campo cuántico
de posibilidades infinitas, se estaba gestando una realidad para la que yo no
estaba preparada…
Recordé esta anécdota la
otra noche mientras me cepillaba los dientes y pensaba en estupideces
cometidas. Era una de esas noches de uno de esos días en los que las cosas no
han ido muy bien y te miras al espejo en busca de imperfecciones que reafirmen
la baja autoestima que suele surgir cuando menos falta hace… Pero, lo que
parecía una anécdota de constatación de tonterías realizadas…de repente se
convirtió en una señal, en un inestimable ejemplo de lo que es el miedo al
éxito. ¿Realmente estamos preparados para el éxito en nuestra vida? Deseamos un
montón de cosas pero, si se nos concedieran de repente…. ¿sabríamos
gestionarlas?
Un millón de preguntas
surgieron a borbotones….
¿Estamos programados para
el fracaso, para la carencia…? Si la epigenética no se equivoca… ¿estamos
todavía viviendo en estados del ser propios de una guerra civil o de una posguerra?
En el árbol genealógico de muchos de nosotros, ni nuestros bisabuelos, ni
nuestros abuelos, ni nuestros padres supieron lo que era una vida privilegiada
y llena de éxitos… ¿y si hemos heredado una información genética que nos
conduce al fracaso porque es ahí, en la incertidumbre, en la pena, en la
carencia…donde se mueve como pez en el agua? ¿Y si no podemos ser felices
porque se desactivó hace varias generaciones el programa que descodifica la frecuencia
del éxito, de la alegría y la felicidad en nuestro cerebro? ¿Quién tiene los “drivers”
para instalarnos de nuevo el software de la prosperidad?
Todo esto me recuerda a
otro fenómeno de los ochenta: Mazinger Z. El protagonista, Koji Kabuto, hereda
de su abuelo un gigantesco robot que no sabe cómo manejar…pero con la voluntad
y la perseverancia (y la ayuda de Afrodita A….todo hay que decirlo) consigue
conducir al androide y luchar contra los “malos”.
Voluntad, perseverancia….y
Amor: tres pilares sobre los que construir un nuevo yo que lleve instalada de
serie la LIBERTAD que permite una verdadera capacidad de ELECCIÓN. ¿Por qué no
dejar de ser usuarios de nuestros viejos programas y comenzar a diseñar nuestro
propio software?