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jueves, 17 de noviembre de 2011

Hoy es un día especial para mí y quiero celebrarlo publicando algo que ha estado un par de años guardado en una caja. Es un relato corto que escribí para un concurso literario…y como no gané ningún premio, pensé que no era bueno. Ahora sé que el premio fue escribirlo y lo bueno…compartirlo. Te lo dedico a ti… sí, precisamente a ti:

Baltasar





Eran las 7:33 de la mañana de un día cualquiera. Era el instante en el que yo había decidido que sonara mi despertador…y así lo hizo. Al presionar el botón que interrumpía el molesto sonido de la alarma, me complacía ver ese número: el 33. Era consciente de que resultaría más lógico programar la alarma  para que sonara a las 7:30 ó tal vez a las 7:35. Pero sentía predilección por un número que, en los últimos meses, se repetía constantemente en mi cotidiana e intrascendente vida.

El 33 aparecía en los vales de compra, en las matrículas de los automóviles, marcando los minutos en algún reloj o mostrando el porcentaje de descuento en la pasta dentífrica. El número 33…me perseguía y  había despertado en mí una curiosidad detectivesca por encontrar el sentido de aquel ‘acoso matemático’.

Tras contemplar con satisfacción lo que yo me había lanzado a titular como ‘la clave 33’, escondí de nuevo mi mano bajo las sábanas y recordé aquella parte del  inolvidable documental, “Y tú, ¡¿qué sabes?!”, donde el Dr. Joe Dispenza, decía: “cada mañana creo mi día”. Lo intenté, pero mi pesimista código genético me lo ponía muy difícil: era un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera…en un planeta cualquiera. Nada me hacía sospechar, ni lo más mínimo, que fuera a pasar algo importante, especial, o simplemente…diferente.

Mis conexiones neurológicas seguían aferradas a patrones de pensamiento del estilo: otro día más, qué vida tan aburrida…etc. Podía sentir la batalla campal en mi cabeza: las nuevas neuronas, alegres y optimistas luchaban por crear conexiones fuertes y resistentes, pero llegaban las veteranas, bien hermosas y musculosas ya por el ejercicio incansablemente practicado durante años y… ¡zas! de un guantazo devolvían a las neuronas rebeldes a su sitio:

- En fin – las oía quejarse en mi lóbulo frontal- mañana será otro día.

- ¡Nada de eso! – Arremetió una envalentonada que debió surgir de otro plano de conciencia- ¡El momento es ahora! Resistiremos y crearemos una y otra vez nuevas conexiones… ¡aunque nos las rompan un millón de veces!

Aquella, neurona ’Gandhi’ debió de causar estragos en mi cerebro aquella mañana, porque los viejos patrones de pensamiento, desmotivados y agoreros, terminaron por retirarse, como los ingleses de la India, y las nuevas neuronas, locas de contento, comenzaron a enlazarse y a formar una red de conexiones suficientemente sólida como para que yo pudiese expresar un sentimiento, una emoción, una frase salida directamente de alguna de las carrozas que habían diseñado mis neuronas novatas para celebrar una especie de día del orgullo neurológico:
- ¡Hoy va a ser un día diferente! ¡Yo voy a hacer que sea diferente!

Mi hipotálamo estaba en proceso de ebullición y los neuropéptidos jubilosos y entusiasmados transmitían señales sensitivas hacia el encéfalo y  señales motoras hacia mis  músculos, provocándome unas inusuales ganas de levantarme de la cama y comenzar mi día.
Mi primera decisión, tomada bajo los efectos de mis nuevas conexiones neurológicas, fue esmerarme en mi aseo personal, y permitirme un antojo (entendiendo el antojo como ejercicio de nuestro legítimo derecho a ser felices): un buen desayuno en una de las mejores cafeterías del centro de la ciudad.

Sentado en una mesa del fondo, podía observar mejor. Sí, me sentía con ganas de observar todo a mí alrededor. Presté atención al aroma del café con leche, sentí el calor de la taza en mis manos, escuché el sonido de la cucharilla removiendo la espuma cremosa y vi como ascendía el humo y se difuminaba en el aire hasta hacerse invisible para mí. Me di cuenta de que lo único que existía en ese momento éramos mi taza de café con leche y yo. No había pasado ni futuro. Sólo el ahora.

Una sonora carcajada me sacó de mi estado ‘alfa’ y me devolvió súbitamente a la realidad colectiva. En una mesa cercana, dos mujeres charlaban y se reían de un chistoso comentario del camarero. Al parecer, una de las mujeres llevaba un buen rato buscando sus gafas de sol por todas partes, hasta que se percató de que las llevaba sobre su cabeza. Pensé en la metáfora de la situación: Siempre buscamos aquello que creemos que nos falta en algún lugar fuera de nosotros mismos.


Me levanté y me acerqué a la barra en busca de algún periódico del día. El primero que encontré tenía escrita una frase en la contraportada: “El mundo exterior es el mundo de los efectos; es el resultado de los pensamientos”. ¡Vaya! -  pensé - hoy debe de ser el día internacional de las ‘sincronicidades’…

Caminé hacia el parque cercano a mi casa con el objetivo de sentarme en algún lugar discreto desde donde continuar mi labor de observador consciente. La calida luz solar se presentaba intermitente, presagiando un posible chaparrón en cualquier momento.

Me senté en un banco suficientemente rodeado de vegetación y, escondido detrás de mis gafas de sol, me dispuse a mirar el mundo como si fuera un extraterrestre recién llegado. A pocos metros de mí estaba Baltasar en su casa. Era un vagabundo que ‘vivía’ desde hacía algún tiempo en uno de los bancos de aquel parque. Era un hombre alto y corpulento, de raza negra y de un porte regio y majestuoso que contrastaba enormemente con su andrajosa vestimenta. Eran esa presencia y esa mirada soberana las que me habían inspirado el nombre de Baltasar.

Me pregunté qué historia se oculta detrás del personaje. Me pregunté quién sería realmente aquel ser humano de armoniosa anatomía y qué le habría llevado a este momento, a este ahora en el que él se encontraba malviviendo en un banco cualquiera de un parque cualquiera…en un planeta cualquiera.

En alguna fracción de segundo, entre pensamiento y pensamiento, debió colarse una nueva conexión neurológica que me incitó a plantearme algo muy simple y, sin embargo, poco usual: ¿y si voy y le pregunto? Sentí la necesidad de llevar a cabo la misión que yo misma me había encomendado un par de horas antes: hacer algo diferente. Sentí la necesidad de romper la inercia existencial, cambiar el guión…salir de la rueda del hámster.

Pararte y preguntarle a un vagabundo: “hola, ¿cómo estás? ¿Qué te ha llevado a esta situación en la que ahora te encuentras?”...es algo que no está planificado en nuestro día a día. No está escrito en nuestro guión socio-cultural. Así que, me levanté dispuesto a seguir al conejo blanco y entrar en la madriguera…

Me acerqué a él como quien se dirige a un tribunal en un examen oral de fin de carrera y cuando le tuve delante de mí y me miró, apenas pude balbucear un triste y desabrido ‘hola, ¿qué tal?’. Por un momento pensé que ojala me hubiese dedicado a ver películas de indios y vaqueros en lugar de documentales de física cuántica, porque la mirada de ‘Baltasar’ me estaba atravesando las entrañas y creí correr el riesgo de recibir una suculenta dosis de jarabe de palo. Entonces, para alivio indescriptible de mis agarrotados músculos, Baltasar…sonrió.

La tensión liberada regresó de vuelta rápidamente y se multiplicó por mil, cuando escuché las palabras que salieron de su boca: “¿Ves que no era tan difícil cambiar el guión?”.

Aquella frase, hizo que mi cuerpo alcanzara niveles de rigidez altamente preocupantes. La garganta se me secó y una risa nerviosa y estúpida amenazaba con salir a escena. Pero, ¿quién era yo? ¿Una especie de Neo, hablando con una especie de Oráculo en una especie de… versión española de Matriz (de bajísimo presupuesto)?

- ¡¿Quién eres?! – conseguí al fin exclamar.
- Baltasar…supongo – me respondió irónico.
- Pero, ¿cómo…cómo sabes…?

- Tranquilo – interrumpió – sólo estás en un cruce de universos, de realidades paralelas. Yo soy una proyección que tú creaste en alguna otra dimensión, precisamente para recibir esta información. No está mal…se notan tus influencias cinematográficas, pero… ¡no está mal, chico! Sigue así, sigue saliendo de la rueda del hámster porque no es el mundo el que ha de cambiar, sino tú, sólo tú…solo el observador. Sigue las señales, los números…son códigos, programas nuevos que tratan de ‘instalarse’ cuando se ha alcanzado la complejidad o la madurez suficiente.

- Esto no puede ser real – apunté, sintiendo como mi expresión facial se iba convirtiendo en la definición perfecta del adjetivo ‘atontado’.

Entonces, aquel hombre gigantesco se levantó, puso sus manos sobre mis hombros y clavando su ‘familiar’ y profunda mirada en mis ojos, sentenció:

- Y ¿qué es real?

Debió de ser algo así como el frenazo de un coche lo que me despertó súbitamente. Mi corazón ya estaba acelerado cuando miré el despertador: 7:33. ¡¡Habían pasado solo unos segundos!! No podía creer que todo hubiese sido… ¡¿un sueño?!

Me levanté de un brinco, me vestí y salí a la calle. Corrí hacia el parque en busca de aquel banco. Mi mente estaba aturdida, confusa…pero algo en mi interior me decía que aquello era tal vez lo más real que me había ocurrido jamás.

El banco de Baltasar estaba vacío. No había nadie, ni nada…Pero…”espera un momento”-  pensé al acercarme más. ¿Qué era aquello que se movía? ¿Un ratón? ¿Había un ratón correteando por encima del banco? ¡No!... ¡Era un hámster! ¡Un hámster sin rueda!

Me senté, feliz, y dejé que el sol golpeara con suavidad mi rostro.

Un policía pasaba por allí y desde su intercomunicador se oía la típica voz al estilo ‘radio taxi’: “Unidad 33, unidad 33… ¿me recibes?”.

“Te recibo”-  respondí  mentalmente,…- “te recibo, alto y claro”.




miércoles, 9 de noviembre de 2011

La puerta de la felicidad se abre hacia dentro


 

En este rincón del planeta, dónde hace mucho que nuestras necesidades básicas se cubrieron, vivimos convencidos de que alcanzaremos la felicidad en un futuro imaginario en el que disfrutaremos de algo que creemos firmemente necesitar. Quizás sea una casa con jardín o un ático en el centro de una bulliciosa ciudad; tal vez sea una pareja estable, un descapotable rojo, unas vacaciones en el Caribe, un chihuahua, un hijo, una hija, un cuerpo perfecto o un bolso de Carolina Herrera. Algunos piensan que la felicidad, como decía Groucho Marx, “está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna…”.


Hace unos cuantos años, en un aula de una facultad de Ciencias de la Información, yo aspiraba a licenciarme en publicidad y atendía entusiasmada a unos profesores que me contaron, entre otras cosas, que un señor llamado Abraham Maslow, elaboró una teoría psicológica en la que se clasificaban jerárquicamente las necesidades humanas. Así, en la base de la pirámide se encontrarían las necesidades fisiológicas, luego vendrían las necesidades de seguridad, las afectivas, las de reconocimiento social y por último, las de autorrealización personal ocuparían la cúspide. Aunque esta teoría se revisó años más tarde y fue cuestionada su validez, ha sido la base en la que se han cimentado infinidad de estrategias publicitarias. Independientemente de que toda la teoría de Maslow sea aplicable o no en esta compleja sociedad, es indiscutible que cierto sentido común no le faltaba a este distinguido teórico: cuando no tienes zapatos que ponerte, poco te importa que esta temporada se lleven las plataformas, las botas camperas o las Merceditas.  Pero cuando te levantas cada mañana bajo un confortable techo, tienes ropa en el armario y comida en la nevera, inconscientemente entras a formar parte de un extraño club que pareciera tener como objetivo complicarte la vida, creándote todo tipo de necesidades imaginables e inimaginables. A veces, las estrategias pueden llegar a ser tan surrealistas que pueden dejar a Dalí… a la altura de Pocoyó.


Nadie escapa. Absolutamente todos formamos parte de algún “Target”, palabra inglesa que se traduce como “público objetivo”. Es decir, somos como dianas andantes y los anunciantes nos lanzan sus dardos. Pero no cualquier dardo, saben exactamente el dardo que nos da en el centro, el que más nos va a gustar, el que más nos va a doler, el que más nos va a alegrar o a entristecer…. Esos anónimos lanzadores de dardos no se sacan de la manga sus teorías acerca de cómo darnos en la diana. Para empezar, existen unos especimenes humanos (o no) llamados “trendspotters” o prescriptores de tendencias: profesionales que, basándose en la investigación y la interpretación de las corrientes sociológicas, predicen lo que va a “imponerse” (qué curiosa palabra) en los próximos años. Pero ¿quién “impone” las tendencias, la moda, las nuevas costumbres…? Pues resulta que también hay personas que pagan a otras personas para que creen esas tendencias. Y hay miles de fórmulas para crear tendencias, aunque podría decirse que en el número uno de las cuarenta principales estaría la utilización de un prescriptor adecuado: una “autoridad” en la materia, un personaje público de reconocido prestigio, una celebrity o un famosillo de poca monta…todo depende del perfil del público al que haya que venderle la moto.


Una publicidad eficaz, decían los profesores, es aquella que completa las cuatro fases del método AIDA (siglas de Atención, Interés, Deseo y Acción). El sueño de todo anunciante es llamar nuestra atención para seguidamente despertar nuestro interés, porque así tendrá más posibilidades de incitar nuestro deseo de adquisición y puede que nos motive lo suficiente como para que pasemos a la acción: comprar.  


En esta sofisticada sociedad que entre todos hemos construido, se nos vende la felicidad por todas partes…y se nos vende una felicidad cada vez más efímera. Estamos sometidos a la tiranía de la “obsolescencia programada”….y no solamente en los productos de tecnología.


La sociedad evoluciona, cambia y a veces, despierta…pero incluso es difícil discernir dónde está el genuino despertar hacia una nueva conciencia y dónde una tendencia más que el mercado de consumo sabe aprovechar para seguir sometiéndonos a la dictadura de la insatisfacción crónica. Todos conocemos a alguna de esas personas convencidísimas de estar “fuera del sistema” y que viven como hámsteres en una rueda, enganchados a terapias, cursos y talleres que les van a ayudar a ser más felices con ellas mismas.


En fin, cuando ya pensé que nada podía sorprenderme en lo que a estrategias vendedoras de felicidad se refiere, presioné un botón del mando de la tele y apareció ante mis ojos una película que me hizo poner cara de Carrie Bradshaw (ceja derecha levantada y un gran interrogante en la expresión facial): La familia Jones (The Joneses. Derrick Borte, 2009). Una nueva familia llega al vecindario: un matrimonio y sus dos hijos, ambos preuniversitarios. Aparentemente lo tienen todo: son guapos, elegantes y siempre están a la última en todo lo que a tecnología o productos de lujo se refiere. Pero ¿cuál es su secreto? Los Jones son una familia ficticia, un escaparate viviente. Su misión como vendedores de una multinacional de marketing es conseguir crear necesidades entre sus adinerados vecinos y así aumentar sus porcentajes de ventas. Poco a poco van inyectando el veneno de la competitividad entre vecinos. Todos aspiran a ser como ellos, pero no saben que los Jones “no están viviendo el sueño americano…te lo están vendiendo”. La presión llega a ser tan fuerte que uno de los vecinos comienza a vivir por encima de sus posibilidades y llega a endeudarse de tal manera que termina suicidándose.


La proyección hacia un caso extremo siempre nos hace reflexionar. En este caso, yo me quedo con una frase que leí hace tiempo y creo que resume muy bien el error de esta desproporcionada fiebre de necesidades en la que vivimos envueltos. “La puerta de la felicidad se abre hacia dentro”. Y es que nada puede haber ahí fuera que consiga hacernos felices, porque ser feliz no es una consecuencia de nada. Es una actitud y es una decisión.